La experiencia Pattaya. TAILANDIA

Luego de “acordar" con la agencia de viajes extender la estadía en Tailandia debido a la imposibilidad de viajar a Nepal, nos trasladan en tres calurosos bondis a unos de los balnearios de la costa Tailandesa.

 Esperanzados y contentos llegamos a Pattaya pensando en dos días paradisíacos de playa, hotel de lujo y parque de agua alucinante. Pero no. Ni bien llegamos la realidad nos abofeteó la cara, fue de esas cosas inesperadas que pasan de las que no queda más que reírse y disfrutar de lo poco, lo bizarro y lo lamentable de estar ahí.


[ Hotel Pattaya Park. Tailandia ]

Nuestro hotel era el “PattayaPark" seguramente glorioso hace cinco décadas. Nuestra habitación daba a un hermoso baldío lleno de perros salvajes instalados allí seguramente hace un tiempo. Nuestra playa, lejos de ser paradisíaca (como cualquier playa tailandesa que uno tiene en mente) era peor que la playa Ramírez al otro día de Iemanjá.

Después de unas primeras observaciones realizadas desde el balcón decidimos bajar a comer y a recorrer. Y sí señores, estábamos en el peor destino de Tailandia, en la Florianópolis olvidada de los rusos, en la ciudad tomada por perros a los que ni Mari se atrevió a tocar, en el lugar en el que el único atractivo era una feria peor que la que se arma en el Parque Rodó en Navidad (no la Ideas + ni la de los hippies, la otra).

Luego de comer en el bar ruso más cercano unas milanesas con puré seguimos de caminata por el balneario. Nos reímos de todo lo que apareciera en el camino e hicimos compras terrajas estilo Chuy al mínimo precio en la feria nocturna. Ahí se podía encontrar  todo tipo de estampados sobre seda fría, pareos coloridos y ceniceros con forma de pene. Todo lo que uno puede esperar de un balneario. En esta feria decidimos terminar nuestro primer día, permanecimos sentadas en asientos de hormigón hasta la medianoche tomando unos copetines y esperando un show de artistas locales que nunca llegó. 

Nuevo día en Pattaya. Nos levantamos relativamente temprano para invertir el dinero que fuera necesario en alguna isla cercana o lejana sin pensar que la podíamos pasar peor de lo que la estábamos pasando. Arrancamos ya enojados con los hombres Tuc-Tuc que querían cobrarnos millonadas (alrededor de cuarenta pesos) por llevarnos al puerto. 
Tomamos un ferry con proporciones complicadas, doblaba en alto su ancho, lo que hacía que se sacudiera violentamente hasta hacernos pasar bien mal, creyendo incluso que íbamos a morir. Tener chaleco no era suficiente, la gente no se mostraba tranquila, salvo una niña rusa que iba sentada frente a mí (de inocente que era nomás). 

El ferry paró a mitad de camino luego de remontar una ola peligrosa, nos pusimos nerviosas y el Breve, nuestro buen hombre, no hizo absolutamente nada para calmarnos. Así es que quien tomó las riendas de la situación fue Noelia  “la negra”, ella se trepó a una bolsa plástica que contenía chalecos (los peores ya que todo el mundo se había apropiado de uno) y sacó uno para cada uno entre bamboleos y saltos. Nos mantuvimos de chaleco apretado hasta llegar a la otra orilla.


Después de cuarenta y cinco minutos llegamos a la gran piscina pública de la isla paradisíaca. Había una horda de asiáticas vestidas con bikinis rarísimos dentro del agua, todas bien blancas y contentas paseaban sus cuerpecitos flotando en salvavidas rosados dentro de la pequeña zona delimitada para bañarse. También había un ser humano vestido de astronauta, quien supongo que era el encargado de cuidar a las chinas o de purificar el agua de la piscina “natural".
Estuvimos en la playa menos de quince minutos, eso nos fue suficiente para darnos cuenta de que en una isla hay más de una playa y ésta seguramente era la peor. Entonces con rapidez conseguimos a unos trabajadores del moto-taxi, que en tres motos nos llevaron a los seis a la playa más cercana y linda. A mí me tocó viajar con Mari y con el corazón en la boca por miedo a ser secuestradas al ver que nuestra moto se alejaba del resto y que éramos dos chicas indefensas montadas en el vehículo de un hombre grandote y desconocido íbamos acercándonos al otro lado y pensando quién mierda nos mandó a venir. Ni bien llegamos nos abrazamos entre todos y corrimos hacia el agua llevándonos puesto a todo perro que se nos cruzara en el camino.

 La playa era tranquila y con palmeras. Tenía yates y dos changos. Pasamos precioso, toda la tarde metidos en el agua viendo como las chicas posaban de manera provocativa sobre una moto encallada en la orilla. Solo salimos a comer unos omelettes con grasa en un restaurante instalado bajo unos quinchos, completamente tapado de mugre y con menú  armado desde el dos mil tres.

Con un poco de reflujo y ya cansados de la travesía volvimos esta vez en camión y acompañados por un tano fanático del Chino Recoba a tomar el fantástico y mejor proporcionado ferry de la vuelta.

Llegamos al puerto felices de tocar tierra y con ganas de dar vuelta la suerte en nuestro parque acuático en decadencia, o mejor dicho ya decaído hace años. Una vuelta en montaña rusa y una subida en el precario ascensor fue lo único que se nos permitió hacer antes de que nos cerraran los juegos en la cara por mal tiempo.

 Un final redondito para la experiencia Pattaya, luego del cierre del parque nos dirigimos hacia el balcón de nuestra habitación en el hotel de lujo a tomar unas cervezas y a mirar la oscuridad del hermoso baldío.

Luciana Tejera
Extracto del libro aún sin título a publicarse en el futuro próximo. 

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